Yo conocí a Fidel

Por: Dr.C. Frank Josué Solar Cabrales

Fidel fue siempre una presencia cercana, casi íntima y personal, para millones de cubanos por más de 60 años. Sus frecuentes intervenciones públicas, su preocupación constante por cada aspecto de la vida económica, social y política del país, la manera en que su pensamiento y su discurso expresaban las más profundas aspiraciones populares, le granjearon el agradecimiento y el cariño de los habitantes de esta isla, y la sensación de un vínculo casi familiar. Conocer físicamente a Fidel fue siempre un sueño compartido por varias generaciones.

Muchos deseaban tener la oportunidad, al menos una vez en su vida, de estar cerca del líder de la Revolución Cubana, estrechar su mano, conversar, inmortalizar el momento con una fotografía. No existía orgullo mayor para un revolucionario cubano que disfrutar de un privilegio así, porque significaba estar en contacto directo con la historia, con una fuerza telúrica, enorme, inspiradora, que había incidido extraordinariamente en los destinos de la humanidad en el siglo XX.

Gracias al periodista e investigador Wilmer Rodríguez Fernández, esa figura histórica, épica, se nos devela en sus más diversas facetas, desde los pequeños detalles de la vida cotidiana hasta las decisiones políticas trascendentes. Un amplísimo registro de anécdotas, en un retrato coral de 95 voces, que comprenden lo mismo personalidades relevantes de Cuba y el mundo que personas humildes surgidas del pueblo, nos devuelven una imagen más completa e integral de Fidel.
El espíritu rebelde de Fidel, forjado tempranamente desde su infancia y adolescencia, se encontró en la Universidad de La Habana con las ideas más avanzadas y radicales de su tiempo, y allí inició un proceso de aprendizaje político y de desarrollo de su conciencia revolucionaria. Por eso afirmaba en relación con la Colina universitaria: «aquí me hice revolucionario, aquí me hice martiano, aquí me hice socialista».
Con todo, el componente esencial en su formación política e ideológica no provenía de los clásicos del marxismo sino de la historia nacional, de la tradición de rebeldías del pueblo cubano, del legado de sus luchas por la liberación nacional y la justicia social. Fidel se nutrió del acumulado de una cultura política radical preponderante en el pensamiento y la acción de los revolucionarios cubanos, que tuvo en Martí su principal maestro y exponente más destacado, y que proveyó al país de una revolución popular de independencia y de una larga sucesión de combates e ideas por la justicia y la libertad. Fidel da continuidad a ese radicalismo, del que aprendió que sus actos, sus ideas, sus propuestas y sus proyectos debían ser muy subversivos respecto al orden establecido y muy superiores a lo que parecía posible.

Fidel llegó al marxismo por la senda que le había abierto José Martí, y por eso asumió en él una condición revolucionaria:
[…] yo venía siguiendo una tradición histórica cubana, una gran admiración por nuestros patriotas, por Martí, Céspedes, Gómez, Maceo. Antes de ser marxista fui martiano, sentí una enorme admiración por Martí; pasé por un proceso previo de educación martiana, que me inculqué yo mismo leyendo sus textos. Tenía gran interés por las obras de Martí, por la historia de Cuba, empecé por aquel camino.

Cuando ocurre el golpe militar de marzo de 1952 Fidel pertenece al ala izquierda del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos), un movimiento de masas heterogéneo y policlasista que pretendía llevar hasta sus últimas consecuencias, sin trasponer sus límites, el reformismo democrático burgués de la segunda república. Heredera de los ideales de la Revolución del 30, traicionados y frustrados por los gobiernos auténticos, la Ortodoxia había encarnado la esperanza de una vida mejor para las mayorías populares a través de la lucha contra la corrupción y el adecentamiento de la vida pública.
El golpe sepultó no solo esa esperanza, sino la legitimidad y el crédito de todo el orden político anterior, que garantizaba la reproducción de la hegemonía burguesa. Frente a la nueva situación Fidel comprende, a diferencia de la dirigencia ortodoxa, pasiva y confundida por los acontecimientos, que «el momento es revolucionario y no político».

Entiende que necesariamente tendrá que ser muy creativo y rebelde para no seguir los caminos trillados de participación electoral, abstención anodina o compromisos sin principios con los corruptos de ayer, que conducen a callejones sin salida; y dar forma a nuevas vías y métodos para la liberación.
Por eso a partir del análisis de las circunstancias propias y de la interpretación de las aspiraciones y necesidades populares, con las herramientas de la formación política que había acumulado y de las experiencias vividas, se dedicó a la articulación de un movimiento clandestino dispuesto a combatir para movilizar al pueblo y guiarlo a la conquista revolucionaria del poder.
De los sectores más humildes de la sociedad y de la misma Juventud Ortodoxa que en 1948 había proclamado como su aspiración ideológica fundamental «el establecimiento en Cuba de una democracia socialista» y definido que la lucha por la liberación nacional de Cuba era «la lucha contra el imperialismo estadounidense»,3 salió el grueso de los asaltantes al cuartel Moncada. Las acciones del 26 de julio de 1953 sorprendieron a
todos porque rompieron con todo lo que parecía posible. Los protagonistas no habían sido ninguno de los actores principales del drama político nacional. La oposición a la dictadura hasta ese momento había transcurrido por los canales pacíficos de las declaraciones de denuncia y condena, de la resistencia pasiva y legal, y los insurreccionalistas auténticos y ortodoxos, que contaban con abundantes medios bélicos y con la experiencia de antiguos combatientes revolucionarios y de los grupos de acción de los años treinta y cuarenta, no pasaban de la promesa de operaciones armadas que nunca se concretaban.
De los muros del Moncada surgió, inesperadamente y prácticamente de la nada, sin fortunas ni grandes recursos, sin tribunas, espacios de poder ni militancia numerosa, contando solo con el esfuerzo de gente sencilla de pueblo y unas pocas armas de escaso calibre, una nueva vanguardia revolucionaria, inserta en un complejo entramado de relaciones donde pugnaban diversos factores políticos, cada uno con intereses y objetivos distintos. El 26 de julio de 1953 abrió el camino de la lucha armada contra la dicta- dura batistiana, pero esa fecha no significó solo un asalto contra las oligarquías, sino también contra los dogmas revolucionarios, como diría el Che. Entre ellos los que certificaban la imposibilidad de desarrollar en Cuba una insurrección victoriosa de carácter popular contra el ejército, menos a 90 millas del imperialismo norteamericano, y que el modo de derrocar a Batista era a través de transacciones políticas o de conjuras de pequeños grupos de civiles armados con conspiraciones militares . Uno de los aportes prácticos más significativos de la Revolución Cubana es la importancia de la determinación personal para la creación de las llamadas condiciones subjetivas en una situación revolucionaria, y de la función pedagógica que para la movilización del pueblo tienen los hechos consumados, las promesas cumplidas, los ejemplos heroicos individuales y colectivos.
Pongamos un ejemplo: para cualquier empeño insurreccional una derrota militar como la sufrida en los asaltos a los cuarteles de Santiago de Cuba y Bayamo podía haber significado un golpe terminal e irreversible. Unos pocos meses antes, el 5 de abril de 1953, varios miembros del Movimiento Nacional Revolucionario fueron apresados cuando estaban a punto de emprender una operación de toma de la fortaleza de Columbia, en coordinación con militares complotados. El hecho representó el fracaso del proyecto insurreccional de esa organización y marcó el inicio de su declive. En cambio, Fidel y los sobrevivientes del asalto al Moncada mantuvieron la decisión de continuar peleando bajo cualquier circunstancia y convirtieron el juicio que se les siguió en la plataforma para hacer llegar su mensaje revolucionario al pueblo y obtener una extraordinaria victoria política.
En mayo de 2017 el intelectual cubano Fernando Martínez Heredia hacía una alerta que reproduzco en extenso, por su quemante vigencia: Hay que rescatar a Fidel completo, todo su caudal inagotable de cultura política y de línea política revolucionaria práctica, de maestría en la conducción, de cuidar siempre al pueblo por sobre todas las cosas, de mantener firmemente el poder en todas las situaciones y crear y cuidar los instrumentos del poder, combinar la ética y la política, entender la educación como palanca eficaz para lograr tanto las transformaciones que hacen crecer y ser mejor al ser humano como las que permiten crear el socialismo, defender la soberanía nacional y practicar el internacionalismo. Y muchos aspectos más. Quisiera, sin embargo, reclamar que no nos quedemos solamente con el legado de su pensamiento, ni con la impresionante suma de su actuación pública. No olvidemos nunca al ser humano altruista que no aceptó gozar de triunfos personales y lo compartió todo con su pueblo y con los pueblos, al individuo preocupado por cada persona con la que hablaba o le planteaba un problema, por los compañeros que colaboraban directamente con él, sin guiarse por los encargos ni los niveles de cada uno. Lo que se publicó en diciembre pasado acerca de este ser humano Fidel es solo la punta del iceberg de su personalidad. Mil facetas podrían ser evocadas. El austero, ajeno a la ostentación y el oropel, el comandante de abrumadora sencillez para todos los que le conocieron. El individuo infatigable, ejemplo con su actuación que sin palabras de reproche estimulaba a los que se cansaban. El cautivador, presto a gastar su tiempo en cada tarea de enseñar, mostrar o convencer. El dirigente que sabía escuchar, que no temía oír, y era un temible preguntador. El que recordaba los nombres de la gente común, y les preguntaba por sus familiares. El que era siempre el centro, donde quiera que se presentaba, y nunca era el autócrata ante el que hay que bajar la cabeza y obedecer.
Este libro resulta un aporte invaluable en ese camino. En las páginas que siguen descubriremos no solo al conspirador inveterado, al legendario comandante guerrillero y al brillante estadista y estratega militar, sino también al amigo entrañable y sensible, al hombre cálido y afectuoso en sus relaciones personales y familiares, que ríe, bromea y se molesta, que acierta, se equivoca y rectifica, siempre justo y leal.

El texto es un viaje al mundo personal de Fidel, a su carácter, a su arquitectura ética y moral, a sus alegrías, angustias y sueños, a través del testimonio de personas que lo quisieron mucho.
Este pueblo, desde que conoció a Fidel decidió acompañarlo para siempre y fundir con él su suerte. Las generaciones de cubanos y cubanas que tuvimos la fortuna de compartir su mismo tiempo histórico llevaremos siempre con orgullo ese blasón, y lo legaremos a nuestros hijos y nietos.

Agradezco a Wilmer Rodríguez Fernández el honor de confiarme el prólogo de una obra tan valiosa. Pero sobre todo, le agradezco este regalo a los revolucionarios, de brindarnos la oportunidad de conocer aún más a Fidel, para que su ejemplo nos continúe inspirando y motivando, y sea, junto a Martí, el autor intelectual de nuestros combates de hoy y de mañana.

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