Cómo hacer una tesis sin morir en el intento

Por: Dra.C. Viviana Muñiz Zúñiga

Un cuasi-célebre amigo periodista me dijo cuando yo estaba en quinto año de la carrera –y todavía no sabía lo que era la Agenda Setting-, que hacer una tesis no es lo mismo que escribirla. Lo segundo solo implica tres teclas (Crtl, C y V), un buen arsenal de documentos “plagiables” (de esos que vienen sin autor, año o incluso el título) y una conexión a Internet medianamente decente, en la que carguen las páginas pseudo- académicas que pululan para los desesperados.

Hacer la tesis es otra cosa: es romperse la cabeza con un proyecto que sabes que cambiará mil veces antes de que escribas el segundo capítulo, y aun así te empeñas en arreglar; es esperar al tutor en la esquina de su casa durante horas, para que te diga si el problema está bien redactado o hay que modificarlo por quincuagésima vez; es sentir esa rabia incontrolable cuando no te dan las entrevistas que necesitas y la persona a la que le diste las 100 encuestas te desapareció el 80%.

Cada parte de la tesis tiene su historia. Por ejemplo, el proyecto es lo que uno tarda más en hacer (y muchas veces en concretar). En mi caso, comencé a hacer el proyecto en tercer año de la carrera, cuando el problema era un verdadero problema, y el objetivo era algo abstracto. Desde esa época y hasta el segundo semestre de quinto (que fue cuando comenzó todo) ambas cosas se transformaron “exponencialmente” en algo complicado, hasta convertirse en un problema y un objetivo incomprensibles (hasta para mí).

El marco teórico es la segunda parte que más tarda. Conozco a estudiantes que llevan 6 meses haciéndolo y solo han escrito 7 páginas, otros que lo redactan en un mes y pasan 5 arreglándole palabrillas, y algunos nunca lo hacen (aunque después aparece misteriosamente en el informe). Esta es acaso la fase más complicada, en la que no te queda claro si las normas APA fueron hechas por psicólogos norteamericanos o por físicos irlandeses.

Una vez que el marco teórico está hecho, lo demás es pan comido. No sé si es porque es más fácil escribir sobre lo que has analizado realmente (con técnicas investigativas) o si es porque a estas alturas solo te queda un mes para defender. Redactar el resto de los capítulos no es tan difícil: solo tienes que abstenerte de comer, dormir y relacionarte socialmente hasta que esté terminado.

Y al final… las conclusiones. O no. Lo último que uno escribe no es eso, sino los agradecimientos, porque es difícil concretar en solo 5 cuartillas (eso es más que la introducción) tus sentimientos encontrados, tu estrés y esas frustraciones que siempre sobrevienen cuando uno lee todo y se da cuenta de que no es perfecto.

En esa parte viene el periodista con el micrófono y te pregunta “a quién le dedicas esta tesis”. Y piensas en el tutor. No, antes están la maestra del círculo, la que te enseñó a leer en la primaria, la que te dejó ver aquella película en el pre, y el sicario que te dio 2 durante toda la carrera en la universidad (porque te impartió como 10 asignaturas y no aprobaste ninguna).

Mientras escribes hay dos canales en los que también estás concentrado: el de la ropa que te pondrás el día de la defensa (y la parte comestible) y el de la atracción de desgracias “por gusto”. Sí, porque esta es la etapa en la que se te rompe la computadora, se te cae un diente, la digestión se te vuelve pesada, se te pierde la memoria flash, y la mejor de todas: se te borra la tesis. Ese es el momento cumbre. Y le pasa al 95% de la gente, porque el otro 5% probablemente no haya escrito nada.

Y el día más glorioso no es el de la defensa (donde hay una pila de gente que no conoces pero que fueron a comer ensalada fría), sino el de la impresión, cuando finalmente tienes en tus manos al hijo que engendraste; cuando le ves la portada y se te aguan los ojos porque se ve más linda que en la pantalla de la computadora; cuando hueles la tinta fresca en las páginas que te costó un ojo de la cara imprimir y encuadernar. ¡Ah el gasto! Eso es insignificante en comparación con las ojeras que tienes, el pelo erizado, las libras de menos (o de más) y el acné.

Después de hacer (o escribir) la tesis, te queda esa sensación de vacío existencial. Entonces llamas al tutor a las 11 de la noche para que no se olvide de ti, te sientas frente a la computadora y comienzas a escribir cosas que tienen menos sentido que las que escribiste en el proyecto, y un buen día olvidas todo. O no. Y entonces te gradúas, comienzas un doctorado y te pasas 3 años reviviendo esos 6 meses que te supieron a poco. Reescribes todo hasta que llegas a una cuarta versión y pares otro hijo, un hijo “epistemológico”.

La tesis envicia, seduce, te cambia la vida. Ya no serás el mismo de antes. Ahora tienes menos pelo en la cabeza y más ganas de salir al mundo y cambiar, cambiarlo todo de un golpe; y ponerte a hacer más y escribir menos.

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