Ricardo Repilado
Por: Dr.C Hebert Pérez Concepción
Celebro de todo corazón esta iniciativa de recordar a Ricardo Repilado, porque me permite descargar, aunque sea mínimamente, mi conciencia culpable de que en los últimos años de su vida no estuve tan cerca de él como al principio de conocerle, y porque además me da la oportunidad de reclamar reparación de la injusticia que cometiera la Universidad de Oriente con quien fuera, sin lugar a duda, uno de sus trabajadores más útiles y destacados.
Para mí fue una gran suerte que cuando llegué a esta ciudad desconocida, sin parientes ni amigos, imberbe aún, con “el yarey en las patas”, procedente de un pequeño pueblo de la región de Holguín, y recién graduado de una universidad norteamericana, me encontrara con Repi, como todos cariñosamente le decíamos. Porque este empleado de la Universidad –pues no era profesor aún–, pequeño de estatura y de movimientos rápidos, cercano a los cincuenta años de edad, me hizo sentir entre amigos y me ayudó a salvar, con su indulgencia característica, la distancia entre la cubanía que me inculcaron mis padres y el desconocimiento que tenía de ella fuera de los montes que rodeaban mi aldea. Él también había estudiado en universidad norteamericana –la prestigiosa Emory, en Atlanta–. Hablaba inglés con perfección y elegancia, y se sentía holgado en la cultura anglo-sajona, ya fuera leyendo a Dickens, Emily Dickinson o Shakespeare. Pero sus raíces primarias penetraban hondo en la cultura cubana y tenía un conocimiento profundo de su ciudad amada, Santiago de Cuba, a consecuencia de sus lecturas y la relación con otras generaciones que le transmitieron vivencias de su propio siglo y del que le antecedió.
Lo suyo conmigo fue una especie de tutelaje y amparo espiritual que extendió también a Pamela Jones, joven norteamericana que era entonces mi esposa. ¡Cómo olvidar su preocupación por hacerle sentir bien, como en aquella noche que llegó a pie, cansado y ojeroso, a mi apartamento en Pastorita, a cumplimentar la invitación a una cena de carne rusa en lata y arroz, sin vegetales. Cantó o tarareó algunas arias, tal vez recordando la época de estudiante en que soñó con una carrera en el Metropolitan Opera House de Nueva York. En un aparte con mi esposa compartió algunos recuerdos tristes que explicaban su soltería: de la novia encinta que pereció en accidente en un cruce ferroviario cuando regresaba a él para preparar la boda, o de otra que tuvo después en La Habana pero que se frustró porque la madre de ella aspiraba a un hombre mejor insertado en la sociedad y los negocios.
En aquel entonces Repilado era sólo editor de lo que se publicaba por la Imprenta Universitaria. Llegaba temprano a su trabajo en transporte público, y se le podía ver en su pequeña oficina doblado sobre la máquina de escribir, o consultando en la Biblioteca, o reunido con los autores. No tenía secretaria y él solo realizaba el trabajo de revisión, corrección y transcripción de los textos que luego salían impecables y pulcros para la imprenta.
Según creo recordar, simultaneaba unas clases de inglés en la enseñanza media, pero lo seguro es que comenzó a impartir este idioma en la Facultad de Humanidades. En ausencia de libros de texto, preparaba sus propios materiales. Finalmente –y no sabría decir cuándo– pasó a ser profesor de la Escuela de Letras, donde se distinguió no sólo por los cursos que impartió en la licenciatura, sino también por los cursos especiales sobre literatura e investigación bibliográfica que ofreció para profesores y graduados universitarios. A causa de esa experiencia tenemos la suerte de contar, entre otras publicaciones, con Dos temas de redacción y Técnica de la investigación bibliográfica, dos libros que no necesitan del elogio y sí de la reimpresión.
Con pena debo decir que para la mayoría de la gente, la Universidad de Oriente ha quedado en la conciencia como un simple lugar de tránsito. Sin duda ocurre así con los estudiantes, pero los empleados y trabajadores no escapan de esta visión. Los hombres y mujeres que asociamos a los edificios y áreas como cosas permanentes del Alma Mater son los menos, gente como el singularísimo sabio catalán, Dr. Francisco Prat, o el chofer de la guagua conocido por “El Beni”. Repi fue uno de ellos. A la hora del reposo del mediodía se estaba seguro de encontrarlo sentado en los bancos de granito entre la rectoría y la cafetería, saboreando un tabaco, en animada conversación con cualquiera: alumnos, empleados, profesores; o se le recuerda en los intercambios cortos, llenos de humor y agudeza, irónicos a menudo, sarcásticos a veces, hirientes alguna que otra vez. Todo esto no exento de teatralidad (pour épater les bourgeois, para usar una expresión suya que tomó del francés). Eran muchos –alumnos suyos o no– los que le venían a consultar en materia de redacción o literatura, por considerarlo el mejor bastón para iniciar una carrera de escritor. Era una de las personas más visibles de la sede de Quintero. Y la verdad es que él disfrutaba de esos momentos de socialización, en que no amenazaba ningún interés, era aceptado por todos, querido por muchos y odiado por nadie.
Su fuerte era la literatura, la música, el arte, pero todo –y todos– le interesaba. La historia de la patria era su orgullo y fue de los que embullaron a la Dra. Adolfina Cossío para que publicara las cartas de amor que atesoró su abuela del marido mambí muerto en campaña. Buenos consejos confidenciales dio a profesores y alumnos que investigaban la historia de la Revolución. En él encontró siempre el Dr. Prat a un interlocutor con quien discutir sus proyectos de restauración de monumentos.
El desempeño del coro de Electo Silva era una de sus preocupaciones. Les pedía a sus amigos que no dejaran de ir a ver las obras de teatro para que Santiago no dejara de tener teatro propio. Como a una enciclopedia, se le consultaba sobre la historia de la vida cultural de Santiago. Su pasión por la conservación de la Biblioteca de la Universidad, o de otras causas no menos nobles, no pocas veces le llevó a sulfurarse, creándole injusta fama de cascarrabias.
Por su origen, era de los “privilegiados”, y algún lejano antecesor en la familia fue de abolengo. Pero ya él, para poder vivir, dependía exclusivamente de su trabajo. Trabajadores intelectuales y manuales eran sus compañeros diarios, con los cuales se relacionaba con facilidad y sin condescendencias. Nunca le sentí nostálgico del pasado, pero sí soñador del futuro. De la Revolución hablaba como cosa suya, y por eso se sentía con derecho a analizar y opinar. Creo haberle oído decir que fue fundador de la milicia en Santiago, aunque no perteneció a la de la Universidad.
Estuvo en movilizaciones por las zafras del pueblo y le recordamos asándose al sol con el sombrero hasta las orejas, haciendo lo único que físicamente podía hacer: recoger y amontonar caña. Sus relaciones fueron notables con la Dra. Cossío, la “maestra de Celia”, a quien admiraba por su inteligencia y carácter; con el escritor José Soler Puig, el de Bertillón 166 y En el Año de Enero, de quien fue el mejor crítico literario, consultante y amigo; con Nils Castro, el profesor panameño que vino a Santiago a principios de la Revolución, donde educó a sus hijos. Hablaba no sin cierto orgullo de su amistad en La Habana con Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar, Harold Gramatges y Luis Toledo Sande, todos intelectuales de la Revolución. Revisó y corrigió, sin mediar pago alguno, papeles de la Casa del Caribe, un libro del autonombrado censor William Legrá, y otro de Fernando Vecino, ministro de Educación Superior.
Con estos antecedentes, para él no pudo menos que ser anonadante –y para los demás sorpresa increíble– cuando alguien de autoridad en la Universidad –no sé quién, no sé cómo– le “bajó” que cesaría como trabajador de la misma. Recuerdo que le recomendé que peleara, y él –porque estaba viejo o cansado o desconcertado, y porque no había sido perfecto en algún momento de su juventud– prefirió negociar la jubilación a correr el riesgo de quedar en desamparo después de una vida de trabajo.
Creo que debemos aprovechar este momento para pedirle a la Universidad de Oriente que sacuda su vergonzosa herencia y que reconozca en Ricardo Repilado a uno de sus trabajadores más notables, a quien puede mostrar con orgullo. No por él, que no lo necesitó en lo que le quedó de vida, pues encontró en la familia de la Unión de Escritores y Artistas de Santiago acogida de hermano, y desde la quietud de su casa se proyectó al reconocimiento nacional, si no por la Universidad misma, por su imagen ante el mundo y por la necesidad de afirmar en sus predios, cada vez que haya ocasión, el espíritu de justicia y libertad. Hagamos que la próxima jornada repiladeana se celebre en ese recinto de saber, con la asistencia de todas las altas autoridades, y que la vida y obra de Repilado sean tema de una tesis de maestría o doctorado de uno de nuestros estudiantes más capaces.
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