Otra noticia para Caperucita Roja

Por: Dra.C. Yamile Hber Guerra

Echarle la culpa al lobo, incluso en las nuevas y sutiles formas de culpabilización, sigue siendo lugar común.

No queda claro qué tan ocupada estaba la madre de Caperucita Roja como para arriesgar a la niña del cuento, mandándola consciente y peligrosamente sola, con caldo ¡caliente! y un recipiente con miel; o con pastel y ¡vino!, en la peor de las versiones.

El cuento no deja claro en ninguna de estas qué tan distante vivía la abuelita enferma; la madre sí deja claro que la niña tiene la opción de un único camino seguro. Quizá estemos ante un tipo de explotación infantil: qué habría sucedido de no aparecer en escena el leñador, solución sexista, por cierto.

Si bien el lobo como especie animal ha sido desmitificada y reivindicada (en otras historias tampoco es que haya salido tan favorecido; eso del lobito bueno es muy poco creíble), la desobediente y traviesa Caperucita sigue reencarnando como símbolo de osadía e ingenuidad entre poderes más o menos hegemónicos: la madre prohibitiva, el lobo feroz, el leñador antiambientalista.

Semióticamente hablando, a cualquiera le ha tocado uno de estos roles. También a los periodistas.

PROFESIÓN EN CONSTRUCCIÓN

El periodismo nació como profesión en el siglo XV. Aquel periodismo incipiente (relacionismo manuscrito), se valía de informantes y, sobre todo, de copistas. El profesional de la información aparece en el XVIII, cuando el periodismo pasa a ser oficio de transición que desempeñaban los políticos, los revolucionarios y los escritores.

En el actual escenario de comunicación redundante, y de realismo mítico, en términos de Morin, el periodismo parece haber avanzado poco, más allá de los encajes de la tecnología, antes bien se devalúa: ahora es una profesión en construcción.

Ciertamente hay dos generaciones que ya no se enganchan a los periódicos, que nacieron sin ellos, y una tercera que vive en/de las pantallas. Un dron puede hacer una cobertura, un robot puede redactar una información, un transeúnte obtener la primicia con un móvil, porque, como ha alertado el Papa Francisco, hay mucha gente preparada para inventar noticias a cambio de dinero. Siempre las hubo en la historia de la prensa. Hearst ordenaba: cuando no haya noticias, invéntalas.

«El nuevo medio, el que sea que venga, podría ser la extensión de la conciencia, incluirá a la televisión como contenido y no como medio», anunciaba un profesor de literatura y filósofo canadiense. Al mismo tiempo advertía: «una vez que hayamos supeditado nuestros sentidos y sistemas nerviosos a la
manipulación privada de quienes intentarán beneficiarse a través de nuestros ojos, oídos e impulsos, no nos quedará ningún derecho».

Marshall Mc Luhan había sido precedido en el tiempo y en el espacio, de otros gurúes dentro y fuera del periodismo, mucho antes de internet. La transmisión radiofónica de La guerra de los mundos, realizada por Orson Welles el 30 de octubre de 1938, fue uno de los primeros casos de viralidad y posverdad.

Entonces, como ahora, se reconfiguraba la sociabilidad a partir de los soportes, prevalecía la manufactura repetitiva, y el público elegía el mensaje a su imagen y semejanza. Y viceversa.

El fotocinematotelefonógrafo, vaticinaba en el lejano 1911 Mariano Martín Fernández, corresponsal madrileño de La Prensa, de Buenos Aires, «con solo oprimir un resorte, ofrecerá a la vista y al oído del abonado la sección que prefiera del periódico.

«El primero de los resultados del fotocinematotelefonógrafo es la muerte violenta de la prensa periódica. Se acabaron esas hojas diarias, encargadas un día de la difusión del progreso; se acabaron las informaciones, los artículos, los telegramas, los telefonemas; se acabaron las letras de molde. La Prensa ha muerto. ¡Viva la Prensa! El abono a este servicio costará una miseria: el abonado, en vez de oír desde su casa de Madrid una ópera que estuvieran cantando en el teatro Real, oirá y verá desde el último confín de la nación, y aun desde más allá de las fronteras y allende los mares, un periódico entero, un periódico hablado, un periódico vivido. El aparato reproducirá con la más escrupulosa fidelidad, como las sesiones parlamentarias y los Consejos de Ministros, el último incendio y la postrera inundación, los sucesos más sensacionales, los crímenes más atrayentes», sostiene.

O sea que especular con que en apenas dos años desaparecerán los periódicos no causa sorpresa. Es una de las más de mil profecías apocalípticas que se ciernen sobre nuestras cabezas, casi 120 años después de que Max Weber propusiera una sociología (que, dicho sea de paso, aparece referida en la literatura al uso, indistintamente, como sociología de la prensa o del periodismo) para estudiar qué es lo que hace el público con las noticias y qué no.

¿TIENEN FUTURO LOS PERIÓDICOS?

El 26 de marzo del 2016 el diario británico The Independent cumplía 40 años cerrando su edición impresa. El titular de portada era: ¡Paren rotativas!
Otros titulares están siendo estremecedores y contradictorios: el médico más rico de Estados Unidos, según la revista Forbes, es el nuevo propietario de Los Ángeles Times, el cuarto periódico de mayor circulación en los Estados Unidos. Soon-Shiong ha dicho: «Necesitamos periódicos. Necesitamos esta integridad intelectual. Necesitamos escritores y editores que sientan pasión por su trabajo». Dos años más tarde, acaba de pagar la friolera de 500 millones de dólares por la casa matriz, Tronc, con lo que adquiere, además, el San Diego Union-Tribune.

Álex Grijelmo, periodista de El País, responsable del libro de estilo del diario, y expresidente de la Agencia EFE, sostiene que los diarios han perdido influencia porque se ha extendido la opinión de que las personas se informan más y mejor en/con internet.

«Existe una gran confusión acerca del peso específico de los periódicos, del valor de la información, de cuál es su sitio en el paisaje social, su influencia en el conflicto. Nada de todo lo que fue sagrado se sostiene. Y aun así hacemos periódicos. Creemos en los periódicos», alega Martin Baron, director de The Washington Post y asegura contundentemente que los periódicos en papel no van a sobrevivir.

Otro agorero –Arcadi Espada, coautor de El fin de los periódicos (2009)– defiende conceptos y esencias. «Lo que interesa saber es si el periódico, ese resumen del día, ordenado, jerarquizado, meditado, es todavía útil. Para mí es absolutamente imprescindible. Yo me precio en distinguir a las personas que leen periódicos de aquellas otras que solo leen noticias. Las primeras suelen tener la cabeza amueblada».

El periodismo ha sido no solo la profesión más profetizada, también la más etiquetada (¡y la que tiene la más larga lista de profesionales asesinados o
desaparecidos en el ejercicio de sus funciones!). En diez años nos han cambiado 30 veces el nombre: periodismo móvil suena redundante; periodismo ubicuo, si no es ubicuo no es periodismo.

Linkear, megustear, seguir… caracterizan una mensurabilidad reduccionista que dice saber quiénes son los destinatarios de nuestras noticias a partir de lo que aquellos hacen en las redes.

Enfrentamos un gran problema: qué es lo primero, informar o conectarse. Hay, además, signos que delatan un cierto cansancio del oficio en quien lo ve desde fuera, y también en otros muchos que lo conocen desde dentro.

VOCACIÓN DE SERVIR
Si hacemos los mismos periódicos la culpa no es de las nuevas plataformas.

Si hasta las comunidades tribales de África y el Pacífico comparten la misma definición de noticia; si los historiadores coinciden en que las características que hacen que un hecho sea noticia se han mantenido constantes a lo largo del tiempo; si nunca antes se había hablado tanto del oficio desde el oficio mismo, hay que preguntarse entonces la contribución real del neoperiodismo al derecho a la información y la libertad de expresión.

Reconstruir el periodismo como servicio y no como distribución mecanizada de información implica relaciones de cooperación más que de interacción; exige reemplazar un modelo basado en la cantidad y la velocidad, por un modelo basado en la experimentación narrativa, la innovación en los discursos y la correspondencia entre la renovación tecnológica y la reconversión editorial.

Reconocer que el periodista tiene un rol social legitimado e institucionalizado para construir la realidad social y como realidad pública y socialmente relevante no depende de que el espacio en internet sea infinito; ni de que el papel sea demasiado caro y aún así se dejen espacios en blanco, ni de que el tiempo en ambos soportes entienda de consensos.

En el 2005, justo en el boom de los manuales de redacción periodística para internet, se reedita, no por casualidad, El arte del periodista (Rafael Mainar, 1906). Ahí se puede leer la siguiente profecía: «El periodismo morirá cuando ya no haya adelantos que propagar, injusticias que denunciar, débiles a quienes amparar, fuertes a quienes contener, entuertos que enderezar, aspiraciones que defender, teorías que discutir, verdades que investigar, leyes que combatir y hombres que mejorar».

La solución no puede ser olvidar, abandonar a la abuelita, o que Caperucita y su madre, más o menos resignificadas, tomen mejores decisiones. La salvación del periodismo no puede esperar a que, en la última página del cuento, algún bienintencionado de ocasión le abra la panza al lobo y muestre oportunistamente la piel de este como un trofeo de caza.

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