Lo que nos ha legado el Sars-Cov-2…

Cuando ocurre algo sorprendente, inesperado y doloroso para la humanidad, hay que preguntarse por qué. Sobre todo cuando se trata de sucesos dramáticos, y un tanto inexplicables. Sobreviene cuando han acontecido eventos de envergadura considerable, por ejemplo, de terrorismo criminal. La lista, en este particular, es larga desde las torres gemelas de New York, los atentados del 11 de marzo de 2004 en España, conocidos por el numerónimo 11M y otros muchos atentados en distintos lugares de nuestro planeta.

Ocurren otras cosas ante las cuales, desafortunadamente, ya no nos solemos estremecer tanto: el hambre en el mundo, la no erradicación de enfermedades en países más pobres, y otros muchos desafortunados acaecimientos.

El 31 de diciembre de 2019 se anunció públicamente el brote del nuevo coronavirus, causante de la enfermedad COVID-19, en Wuhan, China. Pandemia que hasta el momento ha alcanzado a más de 180 países.

Todos estamos al pendiente de la forma de evolucionar del virus, del dolor que causa, de los efectos desconocidos en los infectados y la rapidez de propagación; así mismo de la reacción de la sanidad mundial con tomas de decisiones que, en el caso de enfermos graves y de fallecidos, dejan en la familia de los pacientes un sabor amargo, por no poder acompañar a los contagiados en esos tristes, y en ocasiones finales, momentos. Junto a ello, ha brillado el trabajo de los médicos, enfermeros y otros profesionales de la salud.

Tal vez una de las respuestas a tanta incertidumbre esté en la solidaridad, otra de las grandes lecciones que nos deja esta pandemia. En España aplaudieron desde sus casas al personal de salud; en Italia un negocio local usó impresoras 3D para hacer respiradores artificiales; una compañía china donó miles de mascarillas a Italia y en las cajas escribieron una frase de Séneca:”Somos olas del mismo mar, hojas del mismo ábor, flores del mismo jardín”.

La pandemia desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades.

Con la pandemia, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos, siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de “hermanos”.

Es el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es tiempo de restablecer el rumbo de la vida.

Dejemos a un lado la información que se comparte en redes sociales, las cifras de contagiados y muertos, los videos de líderes mundiales titubeando sobre las decisiones que deben tomar. Por un momento, olvidemos el pánico de las personas que han salido a vaciar los supermercados, la angustia de los doctores que alertan del colapso y el miedo que sentimos todos ante la posibilidad de que alguno de nuestros familiares caiga enfermo.

Es mejor pensar positivo y ver que no todo es malo por ejemplo, hay cientos de videos de animales salvajes vagando por las calles de Italia, aguas cristalinas en Venecia, silencio, aire limpio, delfines que se acercan a un muelle y patos descansando en la Fontana di Trevi. El cuidado al medioambiente de ahora en adelante debe ser considerado una prioridad y para eso hay que cuestionar y desmitificar la idea de “desarrollo económico”.

Esta crisis reveló que todos somos vulnerables al coronavirus, por eso las fronteras, los muros, las rejas y los Ejércitos, como medida de control de una nación, son una quimera absurda. Un brote como este requiere el trabajo mancomunado y coordinado de todas las naciones del planeta, sin importar su raza, religión o tendencia política.

La rápida expansión de la enfermedad nos reveló que todos somos migrantes. Desde siempre hemos caminado por el mundo; somos nómadas y seguiremos siéndolo. Construir muros, pedir visas, no permitir que atraquen barcas artesanales repletas de migrantes africanos a punto de hundirse en el Mediterráneo, debería ser impensable.

El coronavirus reveló que el acceso a la tecnología es fundamental para la sociedad. Demostró que se puede trabajar remotamente; aprender a ser productivos y eficientes en vez de mantener un relacionamiento laboral basado en la vigilancia y la jerarquía. También que es posible estudiar en clases virtuales en vez de atravesar kilómetros para llegar a un salón. Hay que empezar a pensar en contratos inteligentes (o «smart contracts») y en garantizar una red completa que permita a todos los ciudadanos del mundo conectarse a Internet.

Los medios de comunicación no pueden ser vistos como un negocio. Esta crisis nos reveló la importancia de tener información rápida, confiable y verdadera. El trabajo de los medios debe ser valorado como un derecho fundamental de las personas y no como un simple oficio. La crisis del periodismo es una afrenta a este derecho. Los medios deben subsistir porque ahora, más que nunca, nos hemos dado cuenta de su vital importancia; y para eso su modelo de negocio y su compromiso social deben repensarse.

Igual sucede con la cultura. Encerrados en sus casas los italianos salen a sus balcones a cantar o a tocar algún instrumento. Lo único que nos une y lo más valioso en momentos como esta pandemia es la cultura; apoyarla es casi un deber de todos nosotros desde casa, y a través de las redes sociales.

Solo por un breve instante, en medio de la noche de la cuarentena preventiva, del silencio inexplicable, quedémonos callados y miremos desde muy lejos, donde el planeta se ve como una mota de polvo flotando en la inmensidad oscura del espacio. Desde allá, veamos, entonces, qué podemos aprender de esta crisis que enfrenta la humanidad.

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